La marca de la gorra
- Franco Medina
- 13 jun
- 21 Min. de lectura

Por: Franco Medina
En los diarios se podía leer que era drogadicto, barrabrava, patotero y todos los estigmas que le caben a un adolescente pobre cuando muere y está involucrada la policía.
Para el juez, cometió el error de juntarse con las personas equivocadas, de elegir mal el lugar de reunión y de esconderse en el sitio equivocado. Todos los estigmas que le caben a un adolescente pobre cuando muere y está involucrada la policía.
Podría ser cualquier año y lugar, pero fue la noche del 5 de marzo de 2005 en Formosa. Antoliano Figueredo se juntó con sus compañeros del último año del colegio a comer choripanes. Su papá, le dijo que se cuide y regrese temprano para no preocupar a su mamá. Volvió a saber sobre su hijo pocas horas después, cuando lo llamaron para avisarle que estaba accidentado en el Hospital Central.
Antoliano tenía 17 años, alrededor de 104 kilos, medía 1,84 y le decían “Anto”. Formaba parte de una banda de rock pero no llevaba vida de rockstar: prácticamente no salía de noche, no tomaba alcohol, no fumaba y no se drogaba. Estaba en el cuadro de honor de la escuela, era sociable, le gustaba jugar, quería ser abogado y después juez.
–Las mil y una nos hicieron y nosotros resistimos a eso.
***
La casa de los Figueredo es como la casa de los abuelos, para avisar que llegaste se usa un método que sobrevive a WhatsApp, a las llamadas, a porteros eléctricos y al tiempo: el aplauso desde el portón. La entrada es una puerta doble de madera, de las que ya casi no se ven. Hay una silla mecedora al frente de la tele y sillas de madera rodeando una mesa del mismo material. Las paredes sostienen foto retrato de ellos jóvenes y de sus hijos. Y sobre una silla debajo de esos cuadros, una bolsa negra de 50 a 60 cm de alto, con todo lo referido al caso de Antoliano hijo. Un hogar de clase trabajadora.
–La construímos nosotros hace 50 años, yo sé de albañilería, plomería, electricidad, cloacas– comenta orgulloso Antoliano padre. A media cuadra de su casa, está haciendo departamentos para alquilar porque con la jubilación no les alcanza.
Ese sábado de abril estaba agradable, había sol pero el calor agobiante empezaba a despedirse y los buzos ya asomaban en las calles. En la vereda, Antoliano y Luis Romero recordaban el caso a grandes rasgos. Por ejemplo, cuando apretaron a los curas que acompañaron a la familia: Francisco Nazar, José Conejero, Miguel Pessuto y Adolfo Canecín. Al último, cuando los ayudaba lo trasladaron a otra provincia.
Con su voz parsimoniosa, el papá de “Anto” recuerda que el 5 de marzo de 2005 tenía el cumpleaños de un compañero de trabajo y no quería ir solo, entonces le preguntó a su hijo si quería acompañarlo. Pero él ya había organizado una choripaneada con sus compañeros de último año de colegio en Echegaray 1640, la casa de los Mora.
Unas horas más tarde de esa conversación, el oficial ayudante Elio Roldán, el sargento Carlos Fernández y el agente Miguel David, se presentaron en la Comisaría Seccional Segunda para reforzar la presencia policial los fines de semana. Unos minutos después, estaban arriba del móvil 202 manejado por Guillermo Ferreyra, el oficial de mayor jerarquía. A su lado iba Roldán y en la caja Fernández y David.
Cerca de las 3.30 de la mañana, patrullaban por el barrio Independencia cuando reciben por radio la orden de dirigirse a la esquina de la avenida Arturo Frondizi y Fuerza Aérea Argentina, en el barrio Obrero. Un chico apodado “Lechu” Garay -según los vecinos- líder de una patota llamada “Los Chureros”, estaba tirando piedras a un domicilio. Casi en el mismo lugar, se había alertado de una pelea -que nadie vio- con cascotes y escombros entre bandas, en la cual también habría estado involucrado Garay. La policía llegó y lo detuvo. Camino a la Comisaría Segunda, en la esquina de Paraguay y Echegaray, ven a un grupo de jóvenes parados y tomando bebidas alcohólicas, que al ver la camioneta con las balizas encendidas salen a correr en distintas direcciones.
El procedimiento habitual para las fuerzas de seguridad es dispersar las peleas con balizas. Pero en este caso, el móvil 202 -a pesar de que no había una riña- decidió seguir a un grupo de esos chicos hasta que entraron a la casa de los Mora. Esa cuadra estaba iluminada por una parte del alumbrado público y algunas casas, pero un foco quemado y un árbol grande, hacían que la oscuridad en ese lugar sea ideal para que alguien se esconda de la policía. O ideal para que nadie vea lo que podía hacer la policía.
El sector de adelante de la casa estaba en ampliación y no tenía luz. “Anto” se encontraba recostado en el hueco de una ventana del frente al momento que ingresaron los adolescentes a las corridas. Los seguían los policías con el arma desenfundada y al grito de “salgan o los quemo”. Un grupo de chicos se escondió en la habitación donde estaba durmiendo Pablo Mora -el hijo mayor de Ernesto e Hilda-, otro grupo de seis en un baño pequeño y Javier Villalba en otra pieza debajo de la parrilla de una cama.
De uno a tres segundos dura la intermitencia de la baliza policial. Fue la luz que le permitió ver a Javier, como en la oscuridad de la habitación, un cuerpo grandote le pegaba a otro en la pera y caía al piso. Al segundo, su escondite fue descubierto por el sargento Carlos Fernández, que le ordenó -mientras cerrojaba la pistola- que saliera de abajo de la cama. Al levantarse intentó mirar quien estaba tirado, pero sintió en la sien un frío metálico al mismo tiempo que escuchó: “Mirá al frente sino te quemo hijo de puta”.
El móvil 202 llevó cuatro detenidos a la comisaría Segunda: Garay, Ortigoza, Rodriguez y Villalba. Los demás, pensando que lo peor ya había pasado, empezaron a salir de las penumbras de la casa mientras veían la puerta del baño y los vidrios rotos. Un poco más allá, dentro de una pieza, empezaron a escuchar un ruido suave, como una especie de ronquido. Alumbraron con un encendedor y vieron a Antoliano inmóvil en el piso con un hierro de 68 cm de alto y 8 mm de ancho, clavado en el ojo izquierdo. Ahora, las corridas eran para pedir ayuda al vecino del frente.
***
Antoliano padre, se enteró de lo que le pasó a su hijo volviendo de la rotisería El Topo. No había podido ir al cumpleaños porque en el camino se cortó la luz y no conocía la casa de su compañero.
Llegó a la casa de los Mora pero ya no había nadie. A medida que pasaba las calles hacia el Hospital Central, dejaba en el camino la tranquilidad que lo caracteriza.
–Entré y justo no estaban los médicos ni las enfermeras, fui a terapia y encontré a mi hijo con un hierro en el ojo. ¿Sabés lo que era eso? Me volví loco.
Salió al pasillo y se encontró con su esposa Leónidas, con sus familiares y amigos. Él no podía quedarse a esperar, entonces a los pocos minutos ya estaba en la Comisaría Segunda para buscar alguna explicación. El mismo oficial que dio el aviso por radio, le dijo que no sabía nada porque de ahí no salió ningún móvil. Al ver la situación se acerca el inspector Jojot, que conocía a Antoliano padre desde que eran chicos, y le comentó que en esas inmediaciones se detuvo a unos patoteros que estaban tirando cascotes. Pasó a verlos al patio y reconoció a Villalba y Rodriguez, ambos le explican lo que sucedió: ninguno estaba peleando y la policía los obligó a entrar a la casa de los Mora. Villalba también le comentó que vio cómo un policía le habría pegado a Anto y cayó al piso (no iba a ser la primera vez que comentaba lo mismo).
Volviendo hacia la recepción de la comisaría, Antoliano escucha detrás de él un ruido idéntico a un golpe con la mano abierta. Tiempo después, con la declaración de Villalba, se iba a enterar que fue una cachetada a Ortigoza -el otro menor detenido en la casa- seguido por una amenaza: “No tenés que hablar de ninguno de nosotros”.
La situación empezaba a ser cada vez más confusa y Antoliano necesitaba respuestas, entonces el inspector Jojot armó una comisión policial para ir al lugar a averiguar qué pasó. En la camioneta iban Guillermo Ferreyra, Elio Roldan, Miguel David, Carlos Fernández y a su lado, en silencio, Antoliano padre. En el camino, sin saber que ellos eran los policías implicados, pudo ver como el sargento tenía un corte en la mano izquierda.
Al llegar a Echegaray 1640, los atendió Pablo Mora. Mientras les explicaba lo que había sucedido, Antoliano observaba que tenía una chivita y la vestimenta muy similar a la de su hijo: remera rosada y bermuda azul. De nuevo en la Segunda, Jojot insistía en que su personal desconocía lo que sucedió, no procedieron y se enteraron de lo que pasó por la radio del hospital. Antoliano padre ahora estaba acompañado de Braulio Sosa, su cuñado y policía de informaciones retirado, que observaba a Carlos Fernández bastante nervioso: entraba y salía de la comisaría y espiaba la situación desde la ventana.
Mientras tanto en el Hospital Central, la desesperación se apoderaba de la espera. Hasta que dos policías salieron de la sala de cirugía con el hierro ensangrentado para llevarlo a analizar. El neurocirujano, Rafael Escofache, detrás de ellos para explicar a los presentes que “Anto” tenía muerte cerebral y el corazón latía solamente por su juventud. Con unas placas les mostraba la trayectoria que hizo el hierro cuando Dionisia Martinez, amiga de Leónidas, lo interrumpió.
–Dr. Usted que lo operó, se dicen tantas cosas afuera. ¿Qué le pasó? ¿Fue un accidente?.
–Uds vieron la placa, yo fui el médico que lo operó, esto no fue un accidente, fue un hecho premeditado y con mucha alevosía.
–¿Por qué dice eso?
–Por las células muertas que tenía envueltas el hierro, me hace presumir que el mismo fue introducido al joven de manera intencional, dando giros para lograr ese objetivo.
El corazón joven de “Anto” dejó de latir el 7 de marzo.

***
La búsqueda de los Figueredo por saber qué pasó con su hijo, los aventuraba sin mapas en un camino cada vez más oscuro. “Fue terrible, yo tenía cinco hijos. Ahí hablamos entre todos, y les dijimos ´miren que esto es pesado´”, explica Antoliano.
Del fondo de su casa, aparece Leónidas caminando y desplegando un banner que parecía no estar afectado por el paso del tiempo. Después de 20 años y cientos de marchas está casi intacto: tiene un fondo azul y blanco degradado con una cruz, en el frente la cara de su hijo, con un pedido de justicia y la frase “Estos son los policías asesinos: Guillermo J. Ferreyra, Carlos A. Fernández, Miguel E. David, Elio F. Roldan. Lo colgó sobre la punta de una ventana y se volvió a retirar.
Antoliano primero trabajó en tesorería de Acción Social y después pasó a Tesorería General de la provincia, donde se jubiló. Leónidas era docente en la escuela Nº 180 y en la Nº 66. También está jubilada. Tienen cinco hijos: Analía, Oscar, Antoliano, Fabiana Antonella y Enzo Joaquín. Y los cuatro pudieron cumplir lo que anhelaban sus papás: estudiar y construir sus caminos.
–Somos una familia normal, tratamos de salir adelante. Creo que mínimamente estamos haciendo lo mejor, porque más de lo que somos ¿a dónde podemos llegar?. No le molestamos a nadie, estamos con lo nuestro y nada más. Y así tratamos de sobrellevar todo esto, con la angustia de que perdimos un hijo, un hermano para ellos.
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Se decían muchas cosas de “Anto” pero se manejaban dos hipótesis sobre su muerte: en medio de las corridas y la oscuridad, se cayó de frente y un hierro clavado en el piso se le incrustó en el ojo. O un homicidio, el sargento Carlos Fernández era el único que coincidía con la descripción de cuerpo grandote, pero: ¿por qué querría matarlo si era vecino de los Figueredo y sus hijos jugaban juntos y tocaban la guitarra?.
El 5 de mayo, fueron citados los cuatro policías implicados y tuvieron declaraciones prácticamente idénticas: no ingresaron a la casa y desde la vereda le pidieron a los chicos que salgan, sino iban a solicitar una orden de allanamiento y se les iba a complicar más. También coincidieron en que ninguno llevaba esposas, linternas, ni cachiporras. Y se enteraron de la muerte de Antoliano una hora después, cuando volvieron al lugar. Jorge Ferreyra agregó que afuera de la casa detuvieron a Garay y a los 10 minutos salieron dos chicos a entregarse. En ese momento escuchó un ruido al costado de la casa, siguió a un adolescente y para salvaguardar su integridad física, sacó la pistola, lo apuntó y dio la voz de alto. El joven se “entregó” y los llevaron a la comisaría. Carlos Fernández declaró que su lesión en la mano izquierda fue por un problema personal en su casa y no le comentó nada a sus compañeros. También mencionó que no conocía a los Figueredo a pesar de vivir a la vuelta.
En la reconstrucción de los hechos, los peritos del Poder Judicial, en base a supuestos determinaron que la posibilidad del hierro clavado en el suelo contra el que cayó la víctima, era probable. Si la agresión era intencional, iba a ser la primera vez que la veían.
El primer juez del caso y el fiscal, no vieron ningún inconveniente en que la misma policía provincial intervenga en la causa. A pesar de que los casos de violencia policial deben ser investigados por una fuerza distinta a la involucrada. Tampoco pusieron reparo en que Carlos Fernández, Guillermo Ferreyra, Miguel David y Elio Roldán sigan en funciones ni que se violara la restricción de preservar el lugar del hecho. Recién en junio, el abogado de la familia Figueredo, Eduardo Davis, pidió que la gendarmería intervenga en las pericias.
A partir de ahí determinaron que las dos hipótesis son factibles. Pero para los forenses, un cadáver habla. En cabezas de cerdos -tienen una anatomía similar a la de un humano- se hicieron nueve pruebas desde tres ángulos distintos sobre la teoría del accidente. Una sola dio positiva y parte de la idea de una caída libre, sin un acto reflejo de evitar el golpe. De agresión no se hicieron pruebas, pero agregaron que la caída sería la menos probable por reunir menor cantidad de elementos casuales.
En cuanto al hierro aletado de 68 cm y 8 mm de grosor, estaba oxidado y ya no se usaba para ninguna construcción. Se había dejado de fabricar en 1980 y el informe pericial indicó que era un material ajeno a los que se utilizaron para la estructura de hormigón armado en la casa de los Mora. Cuando se incrustó en el ojo fue con una trayectoria perpendicular, sin ninguna angulación.
Las pericias finalmente iban a terminar de confirmar que al ingresar el hierro, Antoliano tuvo muerte cerebral en el acto. No hubo una respuesta instintiva de amortiguar una supuesta caída libre y la hipótesis de la agresión tenía más factibilidad que la del accidente. Además, su cuerpo se encontraba de costado, con la cara hacia una pared.
–La policía decía que el hierro estaba atajando una tapa, pero es mentira, si había carpeta en el piso. Por toda la casa buscaron un hierro igual y no lo encontraron. De entrada taparon y borraron todo pero se siguió porque nosotros y los gendarmes llevábamos las pruebas –relata Antoliano.
–Ahí te podés dar cuenta lo que se hace por los cuernos –comenta Leónidas al rato de sumarse a la mesa.
La hipótesis que acusa a Fernández de homicidio está basada en un engaño amoroso.
Tres años antes de la muerte de Antoliano, Pablo Mora -el chico que dormía cuando entraron los policías-, se egresó del colegio nocturno junto con sus compañeros. Entre ellos, estaba la esposa del sargento Carlos Fernández. En esa fiesta hubo una pelea en la que los dos estuvieron involucrados y Fernández resultó herido. El sargento, con tono amenazante, habría empezado a aclarar su calidad de funcionario público y señaló a sus colegas quienes tenían que ir detenidos. Entre ellos, los hermanos Mora, que pasaron seis días presos. Desde ese momento empezaron a sufrir persecuciones policiales, con una de las prácticas más comunes en Formosa: los sumarios. “Fernández sabía perfectamente que ese era nuestro domicilio. Sentía celos de mi hijo Pablo porque pensaba que tenía una relación sentimental con su esposa”, declaró Hilda cuando fue citada.
–Entraron directamente, ¿sabés por qué?. Porque el hermano más grande era el pata de lana del policía, el sombrero. Cuando estaba de guardia, la mujer venía debajo de ese mango -en la esquina de su casa- y se besaban ahí con el chico. Todo eso nosotros sabíamos pero nunca pensamos que esto iba a pasar. El tipo se ve que tenía bronca con ese muchacho y quería matarlo, pero se equivocaron de persona porque estaban vestidos parecido –agrega Antoliano.
Los vecinos también tenían conocimiento de eso y estaban dispuestos a declarar, pero el miedo empezaba a tener más voz que la justicia. En los días posteriores a la muerte de “Anto”, toda la familia y los que podían tener conocimiento de lo que pasó, fueron amenazados para que no hablaran en contra de la policía. La noche del velatorio, en la casa de los Figueredo, hubo policías e infiltrados que amedrentaron a los presentes.
El 29 de junio de 2005, Javier Villalba amplió su declaración de forma espontánea porque según sus dichos, anteriormente tuvo miedo por amenazas de parte del personal policial de la Comisaría Segunda para que no declarara en contra de los imputados. En su testimonio detalló que estaban con otros chicos en la intersección de Echegaray y Paraguay, cuando ven que viene la policía y como eran menores tuvieron miedo porque “la policía siempre los perseguía y reprimía”. Entonces corrieron a la casa de los Mora, donde vio a Antoliano recostado solo en la ventana. Escondido debajo de la cama ve que su amigo quiere salir hacia el baño, porque los policías estaban rompiendo los vidrios, pero no puede entrar y ni bien ingresa a la habitación un policía -alto y corpulento- le pega con algo y “Anto” cae inmóvil.
Su relato continuó cuando lo sacaron de la pieza y llegó otro policía -Elio Roldan- que con una linterna alumbró adentro y le dijeron “vamos, apurate”. En ningún momento se preocuparon por llevar a Antoliano o por pedir auxilio. En la comisaría los pusieron boca abajo y otro efectivo les preguntó si alguno estaba lastimado en el ojo o tenía sangre. “Pasaron las horas y cerca de las 8 de la mañana se presenta un policía morocho, con bigotes, delgado y alto para decirnos que no mandemos al frente a los policías porque después íbamos a necesitar la ayuda de ellos. Nos separaron -Villalba, Ortigoza y David Rodriguez- y ahí le pegan una cachetada a Ortigoza y lo tiran contra la pared”, siguió.
–Los garroteaban a los chicos que estaban ahí, uno a uno los llevaban y le decían ´no hablen pavadas, no digan nada´. Nos contaban los chicos, ´No cuenten porque por ahí ustedes pueden caer y nosotros andamos por ahí´, así les decían –agrega Antoliano.
Su familia también era perseguida y hostigada. Leónidas iba a la escuela en moto con su hijos chicos y la policía de investigación los seguía. Uno lo hacía tres cuadras en bici, de ahí otro en moto cuatro o cinco cuadras y después otro. Una carrera de postas donde la meta era el silencio.
–Nosotros no teníamos miedo, porque andábamos por el Circuito y todo, en bicicleta, en moto. Y sabían para qué íbamos. Cuando perdés a tu hijo no tenés miedo –relata con su voz de docente Leónidas.
–El que nada tiene, nada teme –acota Antoliano.
La madre de “Anto” recuerda que la situación más horrible que le pasó, fue cuando iba a una radio que le daba el espacio y quedaba enfrente de la casa de Elvio Borrini, ministro de Gobierno, Justicia y Trabajo en ese momento. “Daba la casualidad que justo cuando me iba yo, él estaba sentado afuera. Entonces me veía cuando entraba. Yo hablaba y él se mataba de la risa. ¿Podés creer que sea tan asqueroso ese hombre?”.
–¿Eso no le dio miedo?
– No, lo desafiaba cuando salía de la radio. Me paraba enfrente de él hasta que entraba a su casa. Yo les decía de todo, qué querés que te diga, con nombre y apellido.
–Tenés que demostrarles que no les tenés miedo, sino después te pasan por encima –vuelve a acotar Antoliano.

***
El silencio en Formosa siempre tuvo buena reputación, por eso todavía hay ecos que incomodan.
Las integrantes de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos sede Formosa (APDH), Alejandra Carrizo y Miriam Daldovo, para esta publicación fueron consultadas en distintas ocasiones sobre Eustaquio Fernández y Elvio Borrini. La primera, presidenta de la APDH, no dio ninguna respuesta. Daldovo dijo no tener información de ninguna de las dos personas. A pesar de que Borrini es un histórico marionetista de la policía provincial.
A las marchas contra la impunidad, impulsada por los padres de “Anto”, Carrizo fue dos veces, después no hubo apoyo ni acompañamiento para las familias.
En otros organismos y de otras personas tampoco hubo respuestas, pero nadie puede ocultar su historia. Eustaquio Fernández es el papá de Carlos Fernández -el sargento acusado de matar a Antoliano-. Fue comisario principal durante la dictadura y jefe de sección en La Escuelita, un ex centro clandestino de detención en la provincia. Algunos lo conocen como “el matador de La Escuelita”. En el juicio contra el ex gobernador de facto, Juan Carlos Colombo, declaró que recibían órdenes de la Jefatura de Policía, a cargo de Anselmo Álvarez, condenado posteriormente por delitos de lesa humanidad. Recordó como subalternos a: José Medina, Sergio Gil y Bonifacio Ramos. Los primeros, también condenados, y el último, no pudo ser juzgado porque se suicidó. También relató que conocía a Luciano Díaz, un ex policía desaparecido: “Fue una sorpresa dolorosa enterarme que había sido víctima de esa cuestión que todos conocemos”. Eustaquio Fernández ascendió a comisario general en democracia.
El corporativismo de Borrini empezó antes de la última dictadura militar. En el gobierno de Antenor Gauna, era jefe de policía cuando liberó a efectivos de la localidad El Chorro, detenidos por desacato y falta de respeto a la Cámara de Diputados. En ese momento declaró: “Los Sres. diputados son representantes del pueblo y poseen fueros que debemos respetar. Detrás de esos fueros, hay muchos hombres honorables y también se esconde algún delincuente. Nosotros como policías debemos ver en él al funcionario hasta el día en que esos fueros terminen”. A raíz de estos dichos, la totalidad de los diputados (PJ, Peronistas, Radicales y el MID) ordenaron su detención por 60 días, además de pedirle al Poder Ejecutivo la destitución y retiro de él y el Subjefe de Policía, pero Antenor Gauna repuso a las autoridades policiales.
En el gobierno de facto de Colombo, Borrini era presidente de la mutual policial y algunos testigos afirman que dentro del grupo represivo era informante de la Comunidad Informativa de Formosa (Comifor). Fue acusado por desaparición de personas y es mencionado por Pastor Coronel en el archivo del terror del Paraguay como "colaborador de la Policía paraguaya". En democracia, fue denunciado por Osiris Ayala -víctima de la dictadura- por destruir un ex centro clandestino de detención y durante más de una década, trabajó para Gildo Insfrán como Ministro de Gobierno, Justicia y Trabajo. En este cargo manejaba las fuerzas policiales, realizaba espionajes y ocurrieron en Formosa casos controversiales, como el de Vicente Covone, la represión al barrio NamQom o el de Antoliano Figueredo.
En 2021 cuando falleció, el gobierno y los medios de comunicación lo recordaron como “una persona inteligente, abierta al diálogo y que jerarquizó a la policía”.
–Borrini es el diablo en persona –lo recuerda Leónidas.
***
El caso de Antoliano desde el primer día incomodó a los poderes del Estado.
–Todo el Poder Judicial estaba metido, hasta los empleados, yo tengo parientes, primos que trabajaban ahí y era como si no nos conocieran Franco, ¿cómo puede ser eso? No nos hablaban. Se ve que tenían amenazas –relata Antoliano.
Pasaban los jueces, los fiscales y la causa no avanzaba. Como última esperanza cayó en manos de Rubén Castillo Giraudo. Un juez con experiencia en casos de violencia policial.
Desde 1985 a 1989 en el barrio de Villa Jardín funcionó una comisaría en la que metían presos a niños pobres, la mayoría de ellos sin causa judicial. Vivían en condiciones infrahumanas, eran torturados y algunos violados. En octubre de 1989 un grupo de chicos incendiaron colchones a modo de protesta y como consecuencia de eso murieron ocho menores que tenían de 12 a 17 años. Este caso cayó en manos de Castillo Giraudo, que calificó estos delitos como vejaciones en lugar de hacerlo como torturas, lo que hubiera significado penas más altas para los policías imputados. El 21 de junio de 1990, la Cámara del Crimen decidió anular la mayor parte de lo hecho por el juez porque se equivocó de código procesal. Su castigo no se hizo esperar: cuatro meses más tarde, casualmente en octubre, parte de la Legislatura lo promovió para camarista y pasó a integrar el Tribunal Criminal de Segunda Instancia, junto a los jueces que le anularon su resolución.
Hasta la muerte de su hijo, la familia de “Anto” nunca tuvo que recurrir a la policía ni a la justicia, entonces Armando “Papacito” Cabrera, diputado provincial hace más de 20 años, les puso un abogado. “Al mes me di cuenta que estaba ensuciando toda la causa a propósito, ¿te podés imaginar?”. A partir de ahí el abogado pasó a ser Eduardo Davis, un referente en Derechos Humanos.
La búsqueda de justicia y las persecuciones se volvían cada vez más hostiles, entonces los Figueredo se abrazaron a un recurso muy poco utilizado en Formosa: las marchas. Juntar personas para manifestarse es difícil por el miedo que tienen a sufrir represalias. Muchos prefieren guardar la injusticia al lado del dolor, pero este caso decidieron que no pase desapercibido. Al principio no dormían: ¿cómo hacemos? ¿se sumará la gente? ¿nos pasará algo?.
Una pariente de Antoliano los contactó con organizaciones de Buenos Aires: Red Social Solidaria, APDH, AVISE, Madres del Dolor. Leónidas recuerda que ellos vinieron a Formosa y les enseñaron cómo podían hacer para que no les hagan nada.
Empezaron de a poco, las marchas se realizaban cada fin de mes porque ahí cobraban y tenían para movilizarse. Él pegaba carteles, compraba bombos, redoblantes y los repartía. Iba a los barrios para dejar plata así podían hacer locros o empanadas y juntar fondos. O les pagaba el pasaje de ida y vuelta a quienes querían ir pero no tenían plata. Leónidas hablaba por el megáfono como si estuviera frente a su clase. Pero sus alumnos eran: la sociedad, los policías, Gildo Insfrán y los jueces. Llegaban a juntar 1200 personas y eso a la policía no le gustaba. En cada marcha los custodiaban de un lado y del otro, en la plaza, en la Casa de Gobierno y en el Poder Judicial. Al poder político tampoco le gustaba.
Antoliano trabajaba en la Tesorería provincial cuando murió su hijo. Su jefa, Olga Comello, esposa de “Papacito” Cabrera -el que le puso el primer abogado-, le pidió delante de todos sus compañeros que deje de hacer tanto ruido.
–Ya fue ya, ¿Para qué vas a estar jodiendo si ya murió tu hijo?.
–Señora, usted tiene hijos. El día de mañana si les pasa algo, ¿va a dejar nomás que pase?.
–No, pero ustedes ya están haciendo marchas en contra del gobierno —retrucó la funcionaria.
–No, para que se hagan bien las cosas hacemos.
Desde esa vez, no hablaron más. Tampoco sus hijos volvieron a jugar juntos.
–La nieta de Borrini venía con nosotros a la marcha -acotó en un momento Leónidas.
–¿La mandaba él?
–No no, ella vino porque quiso ayudar, porque a su papá lo hizo matar el abuelo. Es lo que nosotros nos enteramos.
***
El 15 de abril de 2010 fue el fallo.
Rubén Castillo Giraudo decidió absolver al agente Miguel David. Al oficial Guillermo Ferreyra lo condenó a un año y diez meses de prisión en suspenso por los delitos de allanamiento ilegal reiterado. También la inhabilitación para ejercer como policía por dos años. Al oficial Elio Roldán, la misma pena por dos delitos: allanamiento ilegal y omisión de auxilio. Además una inhabilitación de un año y ocho meses. El sargento Carlos Fernández, fue absuelto por el delito de homicidio calificado, pero condenado también a un año y diez meses de prisión en suspenso por “la actuación con participación de otras personas en la modalidad delictiva violenta que resultó con la pérdida de una vida humana". Recibió una inhabilitación por un año y diez meses.
–Tenía que ser perpetua, nosotros pedimos eso y el fiscal también, pero estaba todo acomodado. Yo pasaba en frente de su casa y veía que Fernández estaba sentado ahí -recuerda Antoliano.
El juez consideró “más lógico y probatorio” la hipótesis del accidente. La versión de que el sargento Carlos Fernández quería matar a Pablo Mora por celos, pero lo confundió con “Anto”, era “irracional e increíble”. Entre otras cosas porque: “eligió un hierro oxidado en lugar de su arma para matarlo, clavando una sola vez, sin repetir la estocada”, “si quería asesinarlo podía hacerlo en cualquier otro momento y no en ese”, “Fernández no tenía premeditado ir al lugar, fue por el llamado de un vecino”. Para él, todos los indicios ubicaban al hierro clavado en el piso de la habitación y el adolescente entró al baño, saltó hacia la pieza a través de un orificio de una pared para escapar de los policías, y en la caída se accidentó. Ninguno de los testigos vio a “Anto” en el baño y las pericias no indicaban que tenga golpes producto de una caída.
Además determinó que los testimonios de los jóvenes fueron confusos y la hipótesis del homicidio solamente estaba basada en el “endeble testimonio de Villalba”. A quien le inició una causa por falso testimonio. “Dijo que no se le puede creer mucho a los chicos porque son menores y de por sí le tienen bronca a la policía”, detalla Antoliano. Una frase muy recurrente en juicios de violencia policial contra menores. Castillo Giraudo desestimó por completo que la investigación preliminar estuvo a cargo de la misma policía y que los testigos y familiares recibieron amenazas y hostigamientos.
Para la fiscalía de Estado, Antoliano murió por su propia culpa y también argumentaron que si la policía no actuaba, “se propaga la pasividad policial que atenta contra la inseguridad”.
El día de la sentencia hubo una particularidad. Eduardo Davis, el abogado de Antoliano, no fue.
–Nos entregó ahí, ¿cómo puede hacer eso?. Decí que yo sabía de pe a pa la causa.
–¿No les dio una explicación?
–Nada. Ciego, sordo y mudo -
“Ya pasó mucho tiempo y no hablo de casos terminados. Además hay que vivir el presente”, me respondió Eduardo Davis cuando le pregunté por el caso de Antoliano.
–Disculpame que te corte -dice Leónidas en un momento de la charla.
–Así y todo Fernández cuando pasa en su auto -ahora es remisero- cerca mío me toca bocina, me dice chau o se ríe. Se burla de uno, como diciendo yo fui y no me hicieron nada. Yo cuando lo veo me paro y lo miro. Hasta hoy te digo, yo te digo, no le tengo miedo –continuó.
Nueve años y medio duraron las marchas, de a poco se sumaban nuevos casos y nuevas familias: Federico Britez, Santiago Vega, Aranda Carlos, Gonzalo Caballero, Guillermo Gómez, Griselda Morel, Cesar Ruiz Diaz, Wilson López. “Bastante le aguantamos, porque la presión era fuertísima”, recuerda Antoliano.
Los casos de violencia policial tienen puntos en común en todas las provincias: les pasa a los pobres, los hostigan, amenazan y hay irregularidades en la causa. Pero tienen una diferencia: en Formosa el silencio ahorca.
–Toda la gente tiene miedo de hablar, nadie quiere protestar y enfrentarlos a ellos. Creen que uno está haciendo mal, pero estas pidiendo justicia.
Nueva Era no responde a ningún partido político. Si te gusta el contenido y apoyás la información libre, podés ayudarme con un aporte para que pueda seguir haciendo periodismo independiente. ¡Muchas gracias!
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